martes, 1 de abril de 2008

Panes de Colombia

Bogotá de Hoy, Colombia de Siempre.

El domingo los expedicionarios viajaron de Caracas a Bogotá tras una breve escala en el aeropuerto de Lima, en Perú. Cansados y hambrientos, no dejaron de asombrarse del nivel de desarrollo de la ciudad, de lo limpias de sus calles, del razonado y razonable sistema de transporte público promovido por la alcaldía local. Equipo y expedicionarios se instalaron en un hotel en el céntrico barrio de La Candelaria, que desde el principio resultó lo mismo real que mágico. Tras una buena comida compuesta por una gran variedad de pastas, se dispusieron a trazar el plan de ataque.

Colombia habría de desbordarlos a todos. Bogotá es una urbe que grita en voz alta todos los días, clamando una identidad que le es sistemáticamente negada por la imagen que del país se conoce en el exterior. Sus habitantes tienen una vida verdaderamente envidiable. La polarizada distribución del ingreso en la Ciudad de México no es tan visible en Bogotá. Como toda economía de mercado, Colombia tiene ricos y pobres. Con todo, la brecha no es tan grande: la política pública ha compensado en gran medida el crecimiento de la desigualdad inherente al desempeño económico.

Es casi un hecho de que Expedición 1808 se ha sentido en Bogotá como en casa. El frío no ha sido un problema para nadie. Descifrar el Transmilenio, modelo a seguir del chilango Metrobús, ha resultado un reto más difícil de vencer, pero preguntando se llega a Roma, y más cuando los colombianos son tan amables y hablan ese español de cadencia y acento adorable. Además, en Bogotá siempre puede caminarse mucho y bien.

El lunes la Expedición visitó la Plaza Bolívar, rodeada por la Catedral, el impresionante Senado de la República (que en estilo y solemnidad no le pide nada al Parlamento alemán), el soberbio Palacio de Nariño (la casa del Presidente Uribe) y el Observatorio Astronómico Nacional. Por la noche todo mundo fue libre para explorar a sus anchas el barrio de la Candelaria, que hasta altas horas de la noche es transitado por jóvenes universitarios. Porque hay que decirlo, Bogotá concentra a la mitad de los estudiantes universitarios que hay en Colombia. Las arepas con queso rociadas de generosos tragos de cerveza Club Colombia son lo mejor para matar el hambre.

El martes pude perderme por la ciudad. Recorrí el centro por la Carrera (avenida) 7, hasta llegar al Museo Nacional. La visita fue estupenda: la curaduría, fantástica; la didáctica de las exposiciones, muy clara y objetiva. El pasado de Colombia no es todo producción de plátano, rosas o drogas: la Nueva Granada fue el virreinato español que más oro acuñó. Como en México, la accidentada orografía constituyó un obstáculo a vencer para integrar un mercado nacional. Tal problema sólo habría de ser resuelto en la segunda mitad del siglo XIX con el tendido de los ferrocarriles.

También visité el barrio financiero: los rascacielos que recortan el paisaje perfilan una urbe que está en pleno auge, a juzgar por los tantos que apenas se están construyendo. Por la tarde, y merced a la amable recomendación del Dr. Carlos Marichal, investigador en el Colmex, pude platicar con Jorge Orlando Melo, afamado historiador y director de la Biblioteca Luis Arango durante 1994 y 2005, la cual pertenece al Banco de la República de Colombia y es una de las principales instituciones culturales del país: destáquese simplemente el hecho de que alberga la colección de pinturas donada por Fernando Botero a la nación colombiana.

Jorge Orlando Melo es especialista en historiografía y en política cultural, y se ha desempeñado también como funcionario público en Medellín durante los años noventa, una ciudad que en aquel entonces era coto de caza de narcotraficantes de la talla de Pablo Escobar. De manera amena y acompañados de una humeante taza de café, me explicó que en buena medida la escritura de lo que acontecía en este país ha pasado cíclicamente del ligero optimismo al pesimismo declarado. A pesar de que la manifiesta preferencia del electorado tiende a la derecha del espectro político, los intelectuales colombianos se han colocado en el centro: rechazan la revolución social como la planteada por el socialismo real, haciendo más bien hincapié en la defensa de los derechos humanos individuales y sociales. Los colombianos no son “nacionalistas” en el buen sentido del término. La administración Uribe ha procurado reivindicar lo colombiano para redefinir al país y alejarlo de la asociación directa con la producción y el tráfico de drogas. Con Jorge Orlando Melo supe que en general, no ha habido trabajos recientes de historia que lancen nuevas hipótesis de estudio sobre los procesos de independencia en la Nueva Granada.

El miércoles visité la plaza de mercado Paloquemao, algo muy similar a cualquier mercado grande de la Ciudad de México. Compré y conocí algunos de los productos colombianos que a diferencia del banano sólo se consiguen en Colombia. Mi favorito es el lulo, una especie de cítrico del cual se hace un jugo de sabor inigualable. El ajiaco es un caldo de pollo con alcaparras, crema y aguacate que conquista paladares lo mismo que el café que comercializa la cadena Juan Valdez, una empresa con responsabilidad social, puesto que compra su producto a los pequeños cafetaleros a buenos precios, en locales que nada le piden al formato de Starbucks.

Asimismo, me entrevisté con el Dr. Salomón Kalmanovitz, decano de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y presidente de la Asociación Colombiana de Historia Económica. El Dr. Kalmanovitz enfatizó que tampoco desde la historia económica se ha escrito mucho sobre los antecedentes, las consecuencias y los procesos económicos en la época de la guerra por la independencia colombiana. Por la tarde subí con Ariette el teleférico de la ciudad. Como Caracas, Bogotá azora al ojo y abisma al viajero que no se espera el tamaño de urbe que efectivamente tiene ante sí. El santuario de Montserrate es un lugar estupendo para divertir el ojo con el paisaje citadino. Por la tarde varios de los expedicionarios visitamos el Museo Botero y la Colección Numismática del Banco de la República. La obra de Botero me gusta y mucho: los humanos deformados en volumen -que no gordos- que retrata son lúdicos lo mismo que sobrios. Me agrada que sea un artista consistente con su obra. A una cuadra apenas está el Centro Cultural Gabriel García Márquez del Fondo de Cultura Económica de México, inaugurado apenas hace quince días. La arquitectura del edificio es estupenda y realmente invita lo mismo a burócratas que a oficinistas y estudiantes a detenerse y tomar un buen café en compañía del diario, de un libro o de una sabrosa plática.

Hoy puedo decir que Bogotá no me deja indiferente. Hay algo en esta ciudad que me atrae y me incita a regresar. La gente, las costumbres, el ritmo de vida, el orden (a mi juicio, casi increíble), la limpieza, la equidad en el acceso a los bienes públicos, lo mucho que nos hermana a mexicanos y colombianos, son ofertas inigualables para un ciudadano de la globalidad. Lo mismo rascacielos que ciudad colonial, Bogotá es con todo derecho una metrópoli del mundo.